No Hay Como Estar En Casa
Una Exploración Global Sobre La Violencia De Pareja
Un Informe De Investigación Realizado Por: Lucian Perkins, Periodista, Email, Susana Seijas, Periodista, Email, Joanne Levine, Periodista, Email, y Pierre Kattar, Periodista, Email
Aisha Namuyingo es una mujer delgada, de hablar suave, con grandes ojos almendrados. A sus 40 años, es silenciosa y elegante. Aisha se casó a los 18, tuvo tres hijos y ya es abuela. Durante su matrimonio, su marido la humillaba y golpeaba constantemente. Tenía miedo, y se sentía triste y sola.
Aisha explica que ella y su marido se casaron porque él estaba celoso y que le comenzó a golpear poco después de la boda. Al hablar, sus grandes ojos se fijan en la tierra roja y los cerros verdes de Kampala muy a lo lejos. “Mi marido me golpeaba pero cuando terminaba de golpearme, me pedía perdón y esperaba que lo perdonara. Cada vez que esto pasaba, yo sentía que no tenía otra opción porque tenía miedo de que mis parientes dijeran que era irrespetuosa”.
Un sorprendente 59 por ciento –casi 3 de cada 5- mujeres en Uganda sufren violencia doméstica durante sus vidas. Los países con índices comparables de violencia doméstica son Chad, Tayikistán, Vanuatu y la República Democrática del Congo.
Para este proyecto, nuestro equipo de investigación de datos recolectó las más recientes estadísticas de violencia doméstica en 115 países --definida como abuso sexual o físico entre una pareja íntima. En ese grupo, el menor índice de prevalencia de violencia doméstica es de 5 por ciento. Pero ochenta de esos 115 países tienen un índice igual o superior al 20 por ciento. Eso significa que en muchos países al menos una en cinco mujeres ha sido violentada por su pareja.
Analizamos los datos y viajamos a Nicaragua, Suecia y Uganda para entender mejor por qué esta violencia entre parejas es tan recurrente y generalizada. También buscábamos entender qué podría mitigarla o incluso prevenir de que suceda. La mayoría de los datos que existen son sobre mujeres heterosexuales víctimas de violencia doméstica y esa realidad enmarcó nuestro trabajo.
Después de cada golpiza, el marido de Aisha se disculpaba, y ella lo perdonaba cada vez pensando en que cambiaría. Este patrón continuó por años, hasta que la violencia se intensificó.
Al escuchar a Aisha, tuve la sensación de que ella siente que su rol en la vida es tener hijos y si las golpizas son parte de eso, ese es su destino. Me está contando sobre los peores momentos de su vida y al hacerlo, mira el suelo y luego el cielo. Escuchando a Aisha me encuentro a mi misma en su viaje de sufrimiento y soledad.
Mientras describe su vida en una relación de abuso, empiezo a sentir el aislamiento que ella siente, como si un muro rodeara su cuerpo haciéndola prisionera, donde las opciones –incluyendo opciones simples como pedirle ayuda a su familia- desaparecen de su alcance.
Esta es la experiencia de violencia doméstica que las mujeres comparten en todo el mundo, sin importar si son educadas o no, ricas o pobres, europeas, africanas o latinas. Se sienten aisladas. Viven en el miedo. Y eso las paraliza.
Aisha no quiere entrar en mucho detalle sobre cómo su marido la golpeaba. Es cuidadosa con sus palabras. Se refiere a estas golpizas, a través de nuestro interprete, como “maltrato”. Me impresiona su compostura pero también me frustra. Los mismos pensamientos se repiten en mi cabeza como disco rayado: ¿Por qué soportaba esto? ¿Cómo pudo aguantar esto? ¿Piensa de algún modo que merece estas golpizas?
Cuando los golpes se intensificaron, Aisha dejó de lado lo que sus amigos y familiares podrían pensar de ella y su marido. Claramente más molesta, respira hondo para contar que en los dos años que estuvo ausente, su marido llevó a otra mujer a su casa. Aisha iba ocasionalmente para pedirle dinero para su tercer hijo, que era aún un bebé. Después de dos años, su suegra la convenció de volver con su marido, y lo hizo, esperando que cambiaría.
“Me rogaron que volviera. Pero nunca supieron que la mujer que estaba con mi marido era VIH positivo, y que él estaba infectado”, dice, mientras lágrimas llenan sus ojos.
Aisha no puede terminar la oración, por lo que nuestro intérprete me dice calmadamente en inglés lo que Aisha está intentando decir en su lengua luganda nativa: “Cuando volvió, tuvo sexo con él y obviamente la infectó con VIH”, dice nuestro intérprete. “Por eso está desconsolada”.
Fue solo más tarde, cuando Aisha vio a la mujer que había estado con su marido durante su separación caminando por el pueblo, flaca como un esqueleto y con un sarpullido horrible, que sospechó que la mujer tenía VIH. Se dio cuenta de que su marido estaba enfermándose frecuentemente, que podría haberse infectado y por defecto ella también podría tener VIH. Se hicieron el examen. Los dos tenían VIH.
Años después, cuando Aisha seguía estando con él, lo peor quedaba por venir. “Tenía VIH y mi marido me dejó fuera de la casa. No había comido, no había tomado nada de agua, no había hecho nada. Pero era la hora de tomar mi medicina”.
En ese momento Aisha supo que tenía que dejar a su marido. Tomar sus remedios era fundamental. Tenía que cambiar su situación –o moriría.
Hoy, la complexión delgada y frágil de Aisha se esconde debajo de un vestido largo hasta el suelo con inmensas mangas levantadas en el hombro, el típico vestido “gomesi” de Uganda. Ha vivido con VIH por veinte años. Afortunadamente ninguno de sus hijos ha dado resultado positivo. “Muchas mujeres no le piden a sus parejas que se hagan el examen de VIH porque muchos hombres no lo permiten. Entonces la violencia pone a la mujer en alto riesgo de VIH porque no te examinas y no puedes negarte a tener sexo”, me dice Aisha, con la melancolía de alguien que ha visto demasiado.
En Uganda, donde los hombres a menudo son infieles, al problema de la violencia doméstica se le suman los altos índices de VIH. Intensas campañas de movimientos de base y organizaciones políticas empujaron, y lograron pasar, la Ley de Violencia Doméstica en 2010.
Pero, ¿qué elementos sociales pueden jugar un rol en que un país tenga un índice de 28 por ciento, 59 por ciento o 78 por ciento de violencia doméstica? ¿Podemos obtener cierto conocimiento que nos permita ayudar a disminuirla universalmente? Un elemento que encontramos a través del análisis de datos fue algo que también escuchamos repetidamente en terreno. Las actitudes frente a la violencia doméstica importan. Específicamente, la actitud de las mujeres frente a la violencia domestica.
Durante años, las encuestas le han preguntado a mujeres si creen que hay ciertas circunstancias –como si quemaron la comida o se negaron a tener sexo- en que los golpes sean aceptables. Hay un claro lazo entre la actitud social frente a la violencia de pareja y el nivel de prevalencia de un país. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) publicó un informe en marzo 2013 estableciendo que “la prevalencia promedio de violencia doméstica en países donde hay una gran aceptación de la violencia doméstica es más que el doble del promedio de los países donde la aceptación de la violencia doméstica es baja”.
Tras reconocer que la ley no es suficiente, dos organizaciones en Uganda, Raising Voices (Elevando Voces) y el Centro de Prevención de Violencia Doméstica, están abriendo camino y cambiando actitudes mediante el trabajo con hombres y mujeres para sembrar conciencia y desafiar a la gente a pensar. Al hacerlo, están cambiando comportamientos.
Rose Namutebi, una consejera matrimonial tradicional o “senga” de 70 años de edad, nos dijo que muchas mujeres solían acudir a ella para decirle que eran abusadas, y su respuesta era “es tu marido, tienes que aguantar”. Ahora, con el trabajo de toma de conciencia que los activistas han hecho en su comunidad, es más probable que les diga “es contra la ley que tu marido te golpee”.
Cambiar actitudes toma paciencia e implica un trabajo constante con la comunidad. Otro elemento social que tiene una relación con los índices de recurrencia de la violencia doméstica es cuán independiente económicamente son las mujeres. Desde una perspectiva de sentido común, cualquiera que es dependiente económicamente de otra persona va a pensar mucho antes de dejarla. Nuestro análisis de datos muestra que los países en que las mujeres tienen poco o nulo acceso a crédito, tienen un índice de violencia doméstica que es casi el doble del de países donde las mujeres tienen el mismo acceso a crédito que los hombres. Además, en promedio los países donde las mujeres tienen igual acceso que los hombres a adquirir terrenos agrícolas tienen índices de violencia doméstica menores que los países donde no tienen el mismo acceso.
Grace Lwanga, quien trabaja en el Centro de Prevención de Violencia Doméstica de Kampala, aconseja a las mujeres a hacer algo que es poco común en Uganda: Les recomienda que tengan tierras a su nombre. “Incluso mujeres de la clase trabajadora, cuando hablo con ellas, te das cuenta que tienes un trabajo, tienes tu dinero, pero cuando vas a comprar tierras el líder local te dice, ‘No, tiene que estar a nombre de tu esposo’. Y mañana, cuando tengas un problema el título no va a estar a tu nombre”.
En Nicaragua, a medio mundo de distancia, el índice de violencia doméstica es casi la mitad que en Uganda, ya que hay mucho más conciencia de la violencia doméstica y menos aceptación de ella, sin embargo terminar con generaciones de este tipo de violencia sigue siendo un desafío.
En una localidad que no revelaremos, detrás de altas murallas, a las afueras de Managua, me encuentro con Graciela, una hermosa madre de 32 años de edad que ha sufrido ocho años de abuso emocional y físico por parte de su marido. Graciela nos pidió no usar su verdadero nombre ni revelar su rostro. Vive con miedo de que el marido abusivo que dejó la encuentre y la mate.
Ella es parte del 29 por ciento de mujeres que sufren de violencia doméstica en Nicaragua. En este sentido, Nicaragua no está fuera del promedio y su índice es comparable con el del Reino Unido, Finlandia y Nueva Zelanda.
Como muchas víctimas, a quienes los activistas llaman “sobrevivientes”, Graciela soportó el abuso porque estaba aterrada de su agresor. Vivía con miedo de lo que le podría hacer a ella y a sus niños si se quedaba, pero le daba igual o más miedo lo que podría hacerles si lo dejaba.
“Él me decía, ‘te vas a morir’. Cuando me apuntaba con el arma no lo podía soportar. Estuve viviendo así por seis meses. Por ahí ya tenía seis meses de embarazo… Mi hija nació. Después me amenazó con matarla a ella si no me quedaba viviendo con él. Me decía que me mataría a mi y a mi hija, y hasta que mataría a mi mamá si no me quedaba con él”.
Esa sensación de aislamiento en general brota lentamente, junto a un aumento gradual de la violencia.
Una noche, después de que su segundo hijo había nacido, el marido de Graciela le puso un cuchillo a su bebé de tres meses de edad y amenazó con matarlo. Al igual que Aisha, Graciela tuvo un momento de iluminación donde se dio cuenta claramente del peligro que ella y sus hijos estaban corriendo, y se decidió a encontrar una salida.
“Lo que más me duele es que mi hija estaba viendo”, dice Graciela, llorando desconsoladamente. “Eso me duele porque mi hijita se acuerda y dice que su papá es malo. Ella siempre dice que es malo. Nunca lo olvidó”.
Mientras Graciela me contaba lo que vivió, no podía dejar de pensar -¿cómo alguien le pone un cuchillo a un recién nacido? Pero también sentí una profunda tristeza. Como si no bastara con que tu pareja te golpee hasta dejarte inconsciente, ¿además tienes que ver al hombre que alguna vez amaste amenazarte con matar a tus hijos?
Luz Torres está intentando revertir la corriente de la violencia y crear sustento para mujeres como Graciela.
Luz es una activista de voz ronca y seria que dirige el Colectivo 8 de Marzo –una organización que incluye un desbordante centro de atención inmediata para víctimas de violencia, una casa de acogida y varios programas para crear conciencia.
Luz es también mamá gallina de una legión de voluntarias que actúan como sus emisarias en y alrededor de Managua, despertando conciencia sobre la violencia doméstica en sus barrios y enseñando maneras de prevenirla. Todas apuntan a que las mujeres sepan que tienen opciones si están sufriendo violencia. Ninguna de ellas quiere ver más muertes por violencia doméstica, como la de Johana González.
Johana, de 37 años de edad, era profesora de escuela y madre de dos niños. Después de sufrir por diez años de un matrimonio abusivo, se las arregló para dejar a su esposo. Un mes después, él la mató una mañana cuando se bajaba del bus camino a su trabajo. Lo que le pasó a Johana es exactamente lo que muchas mujeres en relaciones abusivas temen, y para muchas, una gran parte del porqué se quedan.
En lo que va de este año, 47 mujeres han sido asesinadas por sus parejas en Nicaragua, un país de seis millones de habitantes. Diecisiete más que en todo el año pasado, según la Red de Mujeres Contra la Violencia de Nicaragua, que lleva cuenta de los asesinatos que llama “femicidios”.
Luz me dice que la situación ha llegado a un punto de “alerta roja”. Está decepcionada y cree que el gobierno informa un índice menor de violencia contra la mujer del que realmente hay. “Por ejemplo, el gobierno informó de solo 18 muertes comparadas con las 47 mujeres asesinadas según el Observatorio. ¿Qué te dice eso?”, pregunta Luz con rabia e indignación. “No podemos confiar en los cifras oficiales”.
Luz me lleva a conocer a la familia de Johana cuando se reúnen para recordarla en su pueblo de Masaya, a una hora de Managua. Emma Mena, tía de Joahana, está ocupada poniendo los últimos toques en un altar improvisado, antes del encuentro de oración en honor a su sobrina.
En el centro, debajo de una imagen de la Virgen María, hay una foto de Johana, fuerte y pensativa, y demasiado joven para estar en enterrada en el cementerio local. La tierra en su tumba aún está suelta y apelotonada, cubierta con cintas blancas y moradas.
“En una ocasión le dije que lo dejara, porque tenía miedo de lo que podía pasar o que le hiciera algo a los niños”, dice Mena, con sus párpados hinchados de llorar. “Johana no quería hablar”.
Una y otra vez escuché que tener llegada, conversar y asegurarle a las víctimas de violencia doméstica de que tienen opciones es fundamental para que dejen esas relaciones violentas. Pero Johana, Graciela y Aisha tuvieron que sobrepasar tremendos obstáculos y escalar por sobre la muralla del aislamiento.
¿Podemos evitar que ese muro comience a formarse desde un principio? ¿Cómo podemos asegurarnos de que las víctimas conozcan sus derechos y sus opciones? ¿Cómo podemos terminar el tremendo dolor que sufren los individuos y familias visitados por la violencia doméstica? ¿Cómo podemos evitarla antes de que parta?
Para las víctimas es difícil contarle a sus amigos sobre la violencia que se han acostumbrado a sufrir en casa por varias razones. Una de ellas, es que es razonable que alguien que es abusado tenga especial cuidado de no hacer nada que pueda molestar al abusador o causar otra golpiza. Hacer algo pequeño o simple que pueda causar un bombardeo de abuso emocional y físico resulta impensable. Pero buscar ayuda después de la primera incidencia puede ser la mayor oportunidad que tengan de salir de ahí.
El problema, dice Luz, mirándome directamente a los ojos “es que cuando un problema no se enfrenta, se transforma en una pandemia. El gobierno de Nicaragua no está atacando la violencia contra la mujer, entonces se transforma en pandemia. De lo que hablamos aquí, durante todo el día y toda la noche, es sobre presionar. Las organizaciones de mujeres estamos enfrentando la violencia, no el estado nicaragüense. ¿Dónde está el gobierno hablando sobre las miles de Johanas que han muerto?”.
Pero se han dado algunos pasos. Hace poco tiempo si un marido en Nicaragua golpeaba a su mujer, no era considerado un crimen. Ahora, una ley entrada en vigencia en 2012 protege el bienestar físico, emocional y económico de la mujer. A Luz y a activistas como ella les gustaría que el foco estuviera más en la prevención que en el castigo.
Por ser tan recurrente, la violencia doméstica puede parecer un problema abrumador y sin remedio. Nuestro análisis de datos y conversaciones con las víctimas y quienes trabajan con ellas a diario sugiere que hay al menos un par de cosas que puede ayudar a la gente a evitar o escapar de este tipo de abuso.
Los datos recolectados por OBRmedia sobre la prevalencia de violencia doméstica y legislación que la criminalice en todo el mundo, indica que los países con leyes que establezcan que golpear, mutilar o violar a una esposa es un crimen tienen un índice promedio de prevalencia a la violencia de pareja cinco puntos porcentuales menor que los países que no tienen esas leyes. En muchos casos, una vez que la mujer conoce la ley, se anima a buscar ayuda.
Como el gobierno nicaragüense no contestó nuestras llamadas pidiendo una entrevista para discutir la ley y lo que está haciendo para prevenir la violencia contra la mujer, visité a Sergio Ramírez, autor y vicepresidente de Nicaragua, quien dice que la ley a secas no es suficiente.
“La ley tiene que ser parte de un cambio total de ambiente, es decir, tiene que haber una política de estado de protección a los derechos de la mujer como parte de las campañas de salud pública – porque este es un problema de salud pública—, no solo condenando el maltrato”.
Todavía, lograr que las mujeres dejen las relaciones abusivas resulta difícil.
Le pregunté a Graciela que haría ella para terminar con la violencia doméstica, y repitió lo que muchas mujeres como ella me han dicho: “Yo diría que la primera vez que experimentas violencia, y que te sientes mal –hables, denuncies o vayas a las organizaciones. Si las autoridades no te escuchan, haz que las organizaciones de mujeres te escuchen, hay opciones”.
Escuché ecos de la experiencia de Graciela cuando visité a Wiveca Holst, miembro del directorio de ROKS, la organización de centros de acogida suecos que coordina más de cien centros para mujeres que sufren de violencia en Suecia.
Fui a ver a Wiveca porque me estaba costando encontrar a una mujer que hubiera superado la violencia doméstica para entrevistar. Como las leyes de privacidad en Suecia son más estrictas, el acceso a las víctimas es complejo. Mientras nos sentábamos para la entrevista, en una sala de conferencias con una ventana que miraba el centro de Estocolmo, me impactó saber que la misma Wiveca había sufrido violencia de primera mano:
“Y, empezó por controlarme. Aislarme. Herirme con palabras. Estuve casada con un hombre violento por 15 años. Y nos llevó varios años entender que me había violado. Era un hombre muy conocido. Y estaba convencida que nadie nunca me iba a creer. Es decir, todos lo adoraban, era una persona tan extrovertida y encantadora y a todos les gustaba. Entonces no le dije a nadie”.
El trauma de Wiveca le afectó a su hijo. Fue solo el año pasado -20 años o más después del peor episodio de violencia- que Wiveca supo que su hijo dormía con un bate de béisbol cuando era niño. “Y dijo que iba a matar a su padre si venía. Así que si, él sabía”.
Además del trauma emocional, físico y sicológico de la violencia, también hay implicaciones médicas. El Dr. Steven Lucas, un pediatra nacido en Estados Unidos que ahora trabaja en Suecia, es el investigador líder para el Centro Nacional de Conocimiento de Violencia Masculina Contra la Mujer de la Universidad de Uppsala.
“Vemos que la salud de la gente que ha sido afectada por la violencia, como grupo, es mucho peor en algunas áreas; mucha mayor tendencia a la depresión, síntomas de estrés postraumático, pero también síntomas psicosomáticos. Incluso en nuestro estudio hemos visto que las mujeres mayores tienen muchas más, hasta cuatro veces más incidencias de ataques al corazón, infarto al miocardio, si han sido expuestas a la violencia anteriormente”.
Wiveca cree que sufre de reumatismo por la violencia que sufrió cuando estaba casada. “No tengo evidencia científica”, dice francamente la mujer rubia de 65 años de edad, “pero estoy absolutamente convencida de que mi sistema inmunológico se volvió loco, atacando mis articulaciones, como consecuencia de vivir en un ambiente violento”.
Como otras víctimas, un día Wiveca se dio cuenta de que no podía seguir así. “Me quebró la nariz… y eso fue todo. Tuve suficiente”. Después de 15 años, algo en ella había cambiado y encontró la fuerza para dejarlo. Trepó sobre la muralla.
A los pocos día de hablar con Wiveca, conocí a Anna Lena Mellquist, quien dirige la casa de acogida para mujeres Olivia en una calle alineada por bonitas cabañas de madera en el pueblo de Alingsås en el oeste de Suecia.
Mellquist, activista de los derechos de la mujeres y política local de 64 años de edad, ha visto a cientos de mujeres pasar por su albergue. Dice que su experiencia suele ser similar: “No te das cuenta de que estás cambiando la forma en que eres para ser como él quiere que seas. Es tan lento y no te das cuenta”, me dice Mellquist, con la entonación de un cuento de hadas que termina mal, “y cuando empieza a ser más cruel, puede decir ‘perdóname, ¿cómo pude ser tan cruel?’ Y ‘te amo’ y ‘tu eres mi vida’ y todo”.
Mientras Mellquist sigue hablando veo un reflejo de Aisha y Graciela en mi mente, “… y ella lo perdona y dice ‘bueno, tuviste un día difícil en el trabajo’. Y después, quizás compraron la casa juntos. Quizás tienen un pequeño bebé. Y estás atrapada con eso. Y aparece lentamente. Y después se apodera de tu vida y tu no te das cuenta”.
Un estudio de la Unión Europea llamado “Violencia Contra la Mujer” pone el índice de violencia doméstica en Suecia en el 28 por ciento, solo un punto porcentual menos que en Nicaragua. Es difícil saber cuán mal informados estén los números de violencia doméstica, pero igual me impactó. Nunca pensé que la violencia contra la mujer fuera un tema en Suecia.
Tan pronto pregunto si la violencia doméstica tiene alguna relación con el consumo de alcohol o con las largas noches de invierno en Suecia, se ríen de mi cortésmente. Wiveca rápidamente resume la raíz de la violencia doméstica: “Los hombres usan la violencia, para estar en el poder, para tener el poder y controlar a la mujer. Quieren ser los que controlan y los que toman las decisiones en cada aspecto de sus vidas”.
¿Podemos eliminar la violencia doméstica? Y si sí, ¿cómo? La violencia doméstica es un problema social complejo y no tiene respuestas simples ni fáciles.
Pero Anna Lena Mellquist tiene un clarísimo primer paso. Le aconseja a las mujeres acudir a sus amigos y salir de su aislamiento: “Habla con ellos. Pero tienes que confiar en esos amigos. Y, déjalo antes de que sea tarde. Esa es el mejor consejo que le puedes dar a una mujer que está siendo abusada. Él no va a cambiar. Perdón que te lo diga, pero no lo va hacer”, dice con clara convicción, “y casi siempre estoy en lo correcto, porque algunos de los que no escucharon ese consejo de alguien, no sobrevivieron. Entonces es un gran problema en el mundo, yo creo”.
Todas las víctimas de violencia doméstica que conocí se las arreglaron para salir y sobrepasar esa muralla del aislamiento. Wiveca acudió a su familia y sus amigos. Se compró un departamento y se convirtió en una consumada activista trabajando para prevenir la violencia en Suecia. Todos sus hijos han crecido y han superado la experiencia.
Aisha buscó ayuda a través de Action Aid (Ayuda Activa), una casa de acogida. Gracias a la ley de violencia doméstica en Uganda, su marido le está pagando un mantenimiento mensual. Aisha encontró trabajo como limpiadora, barriendo las transitadas calles de Kampala. Sigue progresando con sus medicamentos para el VIH.
Graciela, cuyo marido le puso un cuchillo a su bebé, está todavía escondida en una casa de acogida en Nicaragua, asustada de que él la encuentre y la mate. Pero por supuesto, aún tiene sueños. Pudo comprar un pequeño pedazo de tierra gracias a una iniciativa gubernamental que ayuda a las madres solteras. Graciela quiere estudiar para ser secretaria. Como tantos padres en todo el mundo, quiere darle a sus hijos una mejor vida. El refugio ha sido su sustento. Sin lugar a dudas, romper el muro del aislamiento fue clave.
Entrevisté a muchas mujeres que han sido abusadas, y a muchas dedicadas mujeres –y hombres- que están trabajando para prevenir la violencia doméstica. Sus historias, su valentía y su compromiso me han acompañado por mucho tiempo después de que conversamos. En Suecia, tuve la suerte de conocer a Angela Beausang, una de las fundadoras de la red de centros de acogida ROKS, a pocos días antes de jubilarse a la edad de 66. Angela cree que todos tenemos un rol que cumplir:
“Si tienes un amiga, o amigo, que de un momento a otro ya no quiere ir a ninguna fiesta, no quiere salir, comer contigo o ir de compras, mantente alerta porque puede que algo ande mal. No la dejes sola”.